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miércoles, 21 de agosto de 2013

Un lugar que no existe.

Hacía mas de 20 años que había abandonado la ciudad en la que creció, las circunstancias de su existencia, le habían llevado a viajar y a residir en otras ciudades, pero siempre conservó en su interior, un íntimo e imborrable recuerdo de su barrio; de las calles en las que su infancia correteaba alegre y despreocupada.
   Conforme iban pasando los años, el ardiente deseo de regresar un día, fué perdiendo fuerza pero nunca se apagó del todo. Se acostumbró a otras calles, a otros vecinos, otras amistades, etc. Y pasados más de 20 años, ya sabía que sería difícil encontrar a los viejos amigos, y que aún en el caso de encontrarlos, posiblemente ya no serían los mismos. También sabía que el tiempo no perdona tampoco a la fisionomía de un pueblo, o de un barrio, por tanto, se imaginaba que ya no estarían allí los edificios más antiguos, se imaginaba que habría edificios nuevos, y que aquellos árboles que plantaron en su calle, hoy tendrían gruesos troncos y mayor altura, todo ello era perfectamente posible.
    Estaba preparado para percibir grandes cambios, pero no para la total desaparición: Su barrio no existía ya. No quedaba nada de su casa, ni de las casas vecinas; el trazado de la calle y las aceras eran las mismas, pero en lugar de aquellas viviendas que recordaba con nostalgia de besos juveniles en un oscuro portal, o de risas con la pandilla, ahora lo ocupaban Bancos o negocios.
    Había conservado en su mente un lugar físico, y ahora se encontraba con que ese lugar ya no existía; No pudo ubicar aquellos besos con Amaia; aquellos besos se habían quedado sin escenario, sin sustancia, como si nunca hubiesen tenido lugar.
    Cuando se marchó, no miró hacia atrás;  era como si nunca hubiera regresado. 

Autor: D. José María Martín Rengel.


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