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martes, 20 de agosto de 2013

Haciendo llorar a los niños.

Me pidieron que me hiciese cargo de la clase mientras se reunían los profesores; Como eran niños de 5 años, decidí contarles un cuento. Recordé aquel cuento de Oscar Wilde, en donde la estatua de un príncipe y una golondrina se desviven hasta la muerte por ayudar a los mas necesitados.
  Les narré como la golondrina va arrancando trozos de piel -una piel de oro- y va repartiéndola por las casas de los pobres. Ellos escuchaban interesados. Yo estaba feliz de entretener a los niños y continué. Les conté como la golondrina arranca el diamante del anillo, los rubíes de los ojos, y la esmeralda de su espada. Ya estaba llegando al final, pero no me esperaba lo que iba a ocurrir.
   Expliqué que la estatua aparecía vieja y fea y que la golondrina se murió. Que más tarde derribaron la estatua y la fundieron, y que su corazón de hierro fué a parar al vertedero y que allí se encontró con el cadáver de la golondrina. Entonces fué que una niña empezó a llorar, y luego otra; en menos de un minuto, todos los niños estaban llorando y yo no sabía que hacer... !Dios! -pensé- si viene ahora alguien y vé a todos los niños llorando van decirme que soy un inútil.
   -!Nooo! no lloréis... Escuchadme un momento, ya veréis que todo acaba muy bien -dije exhibiendo mi mejor sonrisa-
    Ví que escuchaban, dí gracias al cielo y continué. Un ángel -les dije- estaba aprendiendo, y el señor dios lo puso a prueba y le pidió que bajase a la tierra y le trajese de allí los dos objetos mas bellos que pudiese encontrar. La niña que empezó a llorar la primera escuchaba con la boca abierta, pensé que aquello iba bien y me dispuse para rematar la cosa. Éste ángel -continué- dió la vuelta al mundo y le llevó a dios 2 cosas: La golondrina muerta, y el corazón de hierro oxidado de la estatua. Dios se puso muy contento por que el ángel había acertado al traerle los 2 objetos realmente más bellos que había, premió entonces al ángel por su acierto, y revivió a la golondrina y a la estatua.
   Justo terminaba cuando entró una profesora. Enseguida vió las mejillas enlagrimadas de los niños y me interrogó: ¿Por qué han llorado? ¿Qué has hecho? Naaada -dije sonriendo-  sólo les conté un cuento, y ya ves que les ha gustado.
   Salí de allí mientras los niños me despedían con sus infantiles sonrisas, había sido una suerte que todo acabara bien, menos mal.

Autor: D. José María Martín Rengel.


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