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jueves, 1 de agosto de 2013

El poeta y la guadaña.

Cuando la muerte muestra su brillante y afilada guadaña, el tiempo cambia de velocidad, se acelera. El vértigo deja una fría sensación en la espalda, la memoria se afina, las lágrimas se contienen en un dudoso dique, y los nervios se someten a la tensión.
   Sabía que lo iban a matar. Era una locura sin sentido. Él nunca se había metido en política, si acaso, lo mas que hizo fué mostrar simpatía por los mas desfavorecidos ¿Era eso un pecado?
   Sus compañeros de encierro, cavilaban silenciosos: Un torero, un maestro de escuela, un bracero; Todos tenían cierta melancolía en la mirada, una mirada huidiza, desesperanzada, resignada.
   Poco después de ponerse el sol, los hicieron salir y los subieron en la parte de atrás de un camión. Cuando a la media hora los hicieron bajar, pensó que era el fin, pero aún no. Los hicieron caminar, un ligero ascenso por una despoblada ladera. Mientras caminaba junto a los otros, elevó sus ojos al cielo de la noche, una noche clara; miles de estrellas embellecían el firmamento  como pocas veces había visto, como nunca -pensó-.
   De repente, divisó la fosa excavada en una planicie, ahí es -se dijo- y al hacerlo sintió como se le aceleraba el pulso. No sintió ganas de echar a correr, o de suplicar por su vida. Sólo se lamentó de no poder escribir lo que en ese momento sentía. Sólo era un poeta, un dramaturgo de éxito mundial. Si hubiera podido escribir esa noche, lo habría hecho sobre el fascinante baile de las estrellas allá en lo alto.
   No dejó de mirar al cielo, como fascinado, mientras esperaba las descargas. Sólo sintió un golpe en el pecho, tal vez dos. Luego las estrellas se apagaron.

Autor: D. José María Martín Rengel.


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