Era una mañana de invierno, salí del trabajo a las 6 de la mañana y, en lugar de dirigirme a mi casa en donde no me esperaba nadie, me metí en un bar de esos que abren muy temprano. Un par de barrenderos apuraban su café antes de iniciar su jornada, y un señor de unos 50 años vaciaba alegremente su copa de coñac y pedía otra. Lo de alegremente lo digo por la rapidez y el ademán, pues su cara no mostraba alegría alguna, y el hecho de beber coñac a tan tempranas horas, y a ese ritmo, me pareció significativo.
Se me acercó el dueño del establecimiento y le pedí una copa de anís pues hacía demasiado frió para tomar cerveza; sin mediar palabra, y con gesto serio me sirvió la copa. La atmósfera del local era algo lúgubre a las paredes les faltaba una mano de pintura, la barra -de madera- estaba salpicada de manchas de quemaduras de cigarrillos, el mobiliario era antiguo, y en general, daba la sensación de que todo el conjunto había conocido tiempos mejores, incluidos clientes y propietario.
Una vieja canción dice que la soledad es una bebida muy triste para estar bebiéndola sólo, pero esa fué la impresión que me dió mi compañero de barra; para él aquella copa de coñac parecía el centro de su propia galaxia. De forma totalmente gratuita, mi imaginación elaboró un pasado doloroso para el tipo que aferraba su copa con ambas manos: Soledad, fracaso, resignación...Luego pedí otra copa, y empecé a sentir simpatía por aquel pobre diablo.
A través del cristal de la puerta, el cielo oscuro del invierno, moroso con la madrugada, ralentizaba el amanecer. La ciudad dormía inocente, y olvidada de sus oscuros y tristes habitantes. Antes de una hora, empezaría el bullicio de un nuevo día, el trasiego de gentes por las calles, los vehículos...Pero eso sería más tarde
El propietario dibujaba lo que me pareció un bellísimo poema, mientras le servía otro coñac al tipo que estaba a mi lado, y creí notar cierta complicidad entre ellos; Entonces yo pedí otra copa y el dueño me sonrió: Se me aceptaba en el club.
Autor: D. José María Martín Rengel.
Se me acercó el dueño del establecimiento y le pedí una copa de anís pues hacía demasiado frió para tomar cerveza; sin mediar palabra, y con gesto serio me sirvió la copa. La atmósfera del local era algo lúgubre a las paredes les faltaba una mano de pintura, la barra -de madera- estaba salpicada de manchas de quemaduras de cigarrillos, el mobiliario era antiguo, y en general, daba la sensación de que todo el conjunto había conocido tiempos mejores, incluidos clientes y propietario.
Una vieja canción dice que la soledad es una bebida muy triste para estar bebiéndola sólo, pero esa fué la impresión que me dió mi compañero de barra; para él aquella copa de coñac parecía el centro de su propia galaxia. De forma totalmente gratuita, mi imaginación elaboró un pasado doloroso para el tipo que aferraba su copa con ambas manos: Soledad, fracaso, resignación...Luego pedí otra copa, y empecé a sentir simpatía por aquel pobre diablo.
A través del cristal de la puerta, el cielo oscuro del invierno, moroso con la madrugada, ralentizaba el amanecer. La ciudad dormía inocente, y olvidada de sus oscuros y tristes habitantes. Antes de una hora, empezaría el bullicio de un nuevo día, el trasiego de gentes por las calles, los vehículos...Pero eso sería más tarde
El propietario dibujaba lo que me pareció un bellísimo poema, mientras le servía otro coñac al tipo que estaba a mi lado, y creí notar cierta complicidad entre ellos; Entonces yo pedí otra copa y el dueño me sonrió: Se me aceptaba en el club.
Autor: D. José María Martín Rengel.
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