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viernes, 27 de septiembre de 2013

La señal carmesí.

El muchacho se hallaba en el interior de un pequeña iglesia de piedra, parecía románica, como una pequeña ermita con una sola nave, sin decoraciones, sin altar,.... Estaba acompañado de una amigo y otra chico le introducía en su mochila una pieza en forma de queso, pero con el color del cáñamo . La pieza estaba envuelta en un fino papel transparente y el tenía la sensación de que estaba mal transportar aquel paquete, pero sólo era una intuición.

Cuando estaba apunto de abandonar la pequeña ermita, un grupo muy grande de personas comenzó a entrar, por la pequeña puerta de madera que tenía a la entrada, parecía que venían a oír una declamación. Muchas mujeres, hombres y niños con niñas. Una gran mayoría venían ataviados con ropas de turistas y con cámaras de vídeo o fotográficas. Mientras, el muchacho un poco asustado por la sorpresa y el paquete que llevaba, aunque no estaba seguro que era, iba vestido con una chilaba de algodón blanco típica de los Andes, de color blanca con figuras de yamas en negro, con botones de color marrón en madera, que cerraban la prenda como sí de una chaqueta se tratara.

Entre la multitud entró a quien seguían, era un hombre con gafas, vestido con una toga blanca de sacerdote, se dirigió al centro de la ermita, donde había un micrófono para dirigirse a la gente que allí se había congregado para oírle. El muchacho intentó huir sigilosamente, pero el sacerdote, lo buscaba con la mirada impaciente, como sí no hubiera más nadie en aquella sala, que importara, más que el muchacho. Él por su parte se encontró sólo, puesto que su amigo había desaparecido entre la multitud y el chico que le había introducido el paquete también. Se dirigió hacia la puerta para salir y intuyendo que lo reclamaban con la mirada, miró atrás y allí, ese sacerdote, con grandes ojeras, lo saludo de manera muy simpática, como sí fueran grandes amigos y se conocieran. Él le respondió con otro saludo y salió por la puerta. 

En la puerta había un gran número de personas, era como una gran fiesta esparcida por una gran pradera con colinas en ladera. Pero la ermita estaba rodeada de seguridad por todas partes, como sí aquel sacerdote que había ido a hablar fuera alguien muy importante para la cristiandad. Hombres de negro cercaban toda la ermita, con trajes de chaqueta y con escopetas escondidas, armados hasta los dientes, se dedicaban a pasar exámenes de seguridad a todo el mundo. El muchacho intentaba salir de aquel cerco y se aproximó a uno de esos controles de seguridad tan severos. Dos hombres de negro lo recibieron, le dijeron que debía pasar por entre una especies de cámaras que un punto rojo, una especie de láser o así. El asustado, porque le dijeran algo del paquete, pensando que ellos pensarían, que se trataba de una bomba para un atentado. Se acercó con temor, conversó con el guarda seguridad, que era un chico joven. El  guarda de seguridad le dijo, que era le caía muy bien y que le dejaría salir, pasando por el control de seguridad. Él se aproximó entre las dos cámaras y cuando le iban a acercar el punto rojo a la mochila, hizo como que perdía píe y se tambaleaba, perdiendo el equilibrio. El punto rojo pasó tan rápido sobre la mochila, cayendo en el suelo, que no localizó el paquete. Fue entonces cuando le dijo, que se podía ir.

Cuando por fin pasó el control de seguridad se dirigió por las lomas de la pradera observando la gran fiesta. Y dirigiéndose hacia una zona pantanosa o fangosa, halló cientos de monederos de telas incrustados en el fango. Cientos de carteras abandonadas a su suerte, como sí hubiera habido una espantada y todos hubieran tenido que salir corriendo, olvidando sus carteras con sus documentos y su dinero. El contempló que muchas habían sido abiertas y les habían cogido el dinero, dejando todo los demás. Él cogió una cartera cerrada, la extrajo del lodo y notó como estaba llena de dinero, puesto que a pesar de su humilde condición, pesaba muchísimo. La abrió para coger el dinero y dentro encontró, muchos más monederos más pequeños, todos llenos de dinero, pero que había que ir abriendo uno a uno. Era como, mientras se dividían las carteras, se multiplicaba el dinero. Al final la cerró y siguió paseando por las laderas. Vió como muchas personas se agrupaban en peleas, trifulcas muy agresivas por todas y cada una de aquellas laderas. Y así, contempló como la más salvaje de todas se encontraba a la entrada de la ermita, en el interior del cerco de seguridad. Al parecer un grupo de negro se había saltado el cerco y como sí de un combate de lucha libre se tratara, se golpeaban sucesivamente. Él desde fuera decía a voz en grito: <<¡Otra vez, es que sois unos salvajes!>>. 

Tras contemplar la contundente paliza que se dieron mutuamente, se fue paseando por las laderas de la pradera, ya era casi de día, empezaba a amanecer, ya que salió de la ermita al atardecer, y vislumbró, como un lagarto enorme, no sabía decir, de que estaba hecho, era arrojado desde lo alto de una colina hacia abajo, rodando. El lagarto parecía estar lleno de agua o de algún líquido y cuando llegó a bajo, a la base de la colina, estaba reventado por todos lados, hueco, con el líquido desperdigado.

Autor: D. Jesús Castro Fernández.


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