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martes, 10 de septiembre de 2013

A quién le importan las fotos.

Resulta muy cansino ser miembro del jurado en certámenes musicales como el que me tocó en cierta ocasión. Los pianistas, todos ellos jóvenes, suelen aparentar seguridad y destreza, como si la imagen de un músico, o incluso su lenguaje corporal, tuviera alguna importancia para el jurado. Nosotros nos ceñimos estrictamente a la interpretación; a la técnica, al estilo, a la ejecución... y por tanto da exactamente igual si el smoking está muy usado y tiene arrugas, o si el peinado es anticuado, el vestido es feo, las gafas son gruesas, etc,etc. Algunos me dirán aunque sólo sea por contrariarme, que la imagen es algo muy importante, y yo, que sé muy bien que es cierto, también por contrariarles les diré que en éste caso no es así: He visto grandes interpretaciones con una grosera barba de tres días y cierto tufillo axilar, o por el contrario, una penosa y vergonzante deconstrucción de Schubert, a cargo de una bellísima muchacha elegantemente vestida, y maquillada en exceso. Como prueba de ello, que mejor que el ejemplo de Albert.
    Por muy acostumbrado que esté uno, siempre hay alguien que te sorprende, y en éste caso, no sólo a mi, sino a todo el Jurado. Cuando Albert se dirigía al escenario para sentarse al piano, Marisa me dió un suave y bien disimulado codazo. Entre dientes, y mientras sonreía la oí decir: Fijate Paco, la pinta de cazurro que tiene éste... -y seguido y, ya riéndose abiertamente- ¿Y donde se habrá dejado el Hacha?
    Si hubieran visto a Albert, no les habrían sorprendido las palabras y la risa de mi colega del jurado: Pequeño y regordete, cejijunto o unicejo, de cabellos cortos y verticales que parecían hincados a martillo sobre el prominente cráneo... A mi me recordaba a Manolito, el hijo zoquete del tendero que solía salir en Mafalda, la genial tira cómica de Quino; La ropa le quedaba algo justa, y una cierta mirada porcina le daba un aire nada distinguido. Miré a Marisa y le dije: Bueno, vamos a ver que sabe hacer el chico, pero no entendí lo que ella me respondió, pues se tapaba la boca con la mano para que no se viera que se estaba riendo.
    Entonces, aquel muchacho de aspecto hosco y vulgar se sentó al piano, y por alguna oculta razón, supe en ese momento que algo iba a pasar. Y ocurrió.
    Marisa se estaba limpiando las lágrimas cuando sonaron los aplausos desde donde se sentaba el público asistente, y yo le dí a su vez un codazo con toda la intención, mi codazo estaba diciendo más o menos: ¿Y que me dices ahora? Ciertamente, parecía increíble que aquel tipo con un aspecto tan poco agraciado, nos hubiera llevado a todos al éxtasis más sublime durante 12 gloriosos minutos. Me consta que no salió muy favorecido en las fotos, pero ¿A quién le importan las fotos?   

Autor: D. José María Martín Rengel.


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