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jueves, 14 de noviembre de 2013

Filosofía para fracasados.

Ocurrió hace ya unos cuantos años, yo había salido -o debería de decir escapado vivo- de una dolorosa ruptura, y me sentía fatal. Lo normal en éstos casos, suele ser agarrarse a la botella, y usar el alcohol en esa otra faceta suya de antiséptico del alma. Así las cosas, navegué por tres o cuatro bares hasta que rota la cadena del ancla, ésta se fué hasta el fondo y tras engancharse allí, me impidió seguir navegando.
   Vaciaba yo a mi ritmo -un ritmo rápido- las copas cuando levanté la vista a mi alrededor. Un variopinto grupo de personas compartían la estancia, cada cual a lo suyo; unos conversaban o reían, otros quizás discutían, pero todos permanecían bajo un gran océano de humo que apenas dejaba ver el el techo del local. Allí me quedé ensimismado, sin dejar de mirar al techo como, si fuera un paranoico, pensando en lo difícil que es asesinar a la tristeza, por cuanto tras haberle endiñado 7 puñaladas en forma de copas de Whiskys, aún enlentecía la agonía aferrándose a mi con todas sus fuerzas.
    La gente se fué marchando poco a poco, y cuando ya sólo quedábamos dos o tres desdichados noctámbulos, el camarero dijo que a la calle todo el mundo, y lo dijo sin sonreír. El resto de la noche, aún es  un misterio para mi, pero recuerdo que la mañana llegó y me encontró tumbado en un banco bajo una acacia sin hojas. Cuando empezaba a preguntarme qué demonios hacía yo allí, mi lengua pastosa y un ligero ardor de estómago me recordaron los whiskys trasegados de madrugada. 
   Todo volvió a su sitio, volvía a ser yo de nuevo, y también volvía a mi esa especie de falta de aire, de escasez de espacio para mi dolorido espíritu. Pero también volvía el mundo a girar, los automóviles volvían a recorrer las calles que tan sólo unas horas antes no eran de nadie, las aceras se poblaban de escolares -debía de haber cerca un colegio- de madres con niños pequeños, de comerciantes abriendo sus establecimientos, de pájaros...
   Era yo quien estaba fuera de lugar, quien necesitaba una ducha y un reposar la espalda sobre algo mas blando que un banco de madera. Cuando iba a enderezarme, a escasos metros ví como levantaban la persiana de un pequeño bar y sentí entonces que me nacía una sonrisa, una sonrisa que si bien asomaba en mi boca, donde realmente nacía era en ese lugar del propio interior humano en donde se rompen las convicciones, se olvida la vergüenza, y no se permite llorar.


Autor: D. José María Martín Rengel.

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